miércoles, 9 de marzo de 2011

EMILIO Y QUIQUE, DEL CLUB DE MONTEROS.

NO NOS ENGAÑEMOS. ¿SABEMOS A QUÉ VENIMOS?.

¿Qué es esto?

Escribo estas líneas a fin de dejar por escrito mis impresiones del fin de semana, que han sido muy gratas, como siempre que he cazado o quedado con Emilio y Quique, Quique y Emilio, de Club de Monteros.

Me vuelvo con el buen sabor de boca de las cosas pensadas con ilusión y gusto; con ganas de agradar.

Independientemente de lo que digan los demás, hay que comprobar las cosas por uno mismo y analizarlas para ver cómo son en realidad, porque si no, te las acabarás perdiendo si al final acaban siendo buenas. Si me tuvieran que decir cómo creo que va a salir esto, yo diría que este melón ha salido muy bueno, y que hay que guardar las pipas para siembra.

Porque la realidad es que cada día es más difícil que, en el ámbito de las transacciones comerciales (que es lo que van a acabar siendo las cacerías) el organizador, además de un producto vendible, añada de su propia cosecha un plus (muchas veces desbordando al propio producto) de humanidad, cordialidad y buen hacer.
Emilio y Quique saben hacer las cosas (por lo menos estas cosas). Saben organizar con gusto monterías, recechos y ganchos en terrenos abiertos, con los sinsabores y quebraderos de cabeza que este tipo de terrenos producen, máxime si tienes encima metido en el terreno al personal nativo.

Pienso que, precisamente por la necesidad de estar en contacto con la gente de los pueblos que albergan los acotados municipales, Quique y Emilio (actualmente más tiempo Emilio por su cambio de dedicación) tienen necesidad obligada de estar pegados al terreno y de pulsar las sensaciones.

Porque para que una sarta de tiros salga bien en un cercón, no hay que hacer casi nada (más que ser ganadero, y con ser de los malos, vale). Para que salga bien una montería en una finca cerrada, hay que saber gestionar y organizar. Pero para que salga bien en un término municipal de cualquiera de los pueblos de nuestra piel de toro, lo que hay que ser es catedrático de la gestión y diplomático de carrera para manejar a los aborígenes (dicho sin ánimo peyorativo -en la mayoría de los casos-, consultar diccionario RAE), y ambas cosas en proporciones iguales.
Hay que tener en cuenta que estamos añadiendo a las dificultades usuales de organización de una montería o gancho (que haya o acudan reses, que estén en condiciones de tranquilidad, con alimento, que no chanteen la mancha, que los puestos estén correctamente colocados, tanto por seguridad como por operatividad, que las rehalas funcionen, que la gente esté contenta, etc., ) que estamos añadiendo a las dificultades usuales, decía, multitud de factores que pueden alterar los resultados finales por mor de encontrarnos en el seno de un pueblo con sus roces, disputas, dimes y diretes, piques y por último, idiosincrasia local (porque tenemos en España una diversidad digna de una serie entera de capítulos de nuestro etnólogo Pancorbo).

Suman a sus espaldas mis dos amigos, a la carga usual del gestor y organizador de monterías, la del negociador y conocedor de gentes, cuestión ésta para la que no todo el mundo vale. Porque basta un mal comentario para dar al traste con el trabajo de varios años, que se ha de ver reflejado indefectiblemente y por tristeza en un buen tapete de reses. Y dicho resultado puede depender hasta de un malentendido, de un pique interno en el pueblo, o de cualquier otra milonga a la que mucha gente no le da importancia pero que, depende de cuándo y sobre todo de quien, puede ser vital para el desarrollo de los acontecimientos.

Se podrán preguntar por qué tantos sinsabores si quizás en otras condiciones se pueden obtener buenos resultados con menos desvelos. La respuesta está clara: porque lo que tenemos en algunas de nuestras sierras es todavía un terreno virgen, sin pistas ni cercados. Un terreno en el que los guarros hasta cambian de país para cortejar a las cochinas portuguesas[1] o de Comunidad Autónoma para parlarles dialectos locales en sus orejas cerdosas.
Unos jarales de estepa que tienen camales como un brazo de gordo y de tres metros de alto. Unos robledales con líquenes que parecen barbas, de puro que está el aire. Unos laderones que esconden desde el aullido triste del lobo hasta venaos de inaccesible lance. En suma, caza libre y salvaje. Una caza que no está enlatada ni servida, medida ni calculada. Una caza que, por impredecible, es precisamente eso, caza (recodemos lo que al respecto escribía nuestro insigne Ortega y Gasset).

Evidentemente el pago que se hace por aprehender lo salvaje es precisamente el riesgo añadido de no conseguirlo. Por puro impredecible. Por pura libertad de no estar las reses donde nosotros preveíamos que estarían.
Y por eso, valorando las cosas como se debe, nadie debería llamarse a engaño. Marran quienes acuden a este tipo de encuentros como a cualesquiera otros, guiándose sólo por unos resultados. Porque además, resulta que si se cazan 70 guarros en una montería como el año pasado (y se dejan conscientemente en la mancha muchos más, pues no se fuerza en absoluto el choque de rehalas, ni la revisión de las zonas complicadas para permitir dejar madre y futuro) resulta, digo, que la gente sospecha que algo tan bueno no puede ser natural. Y si en un gancho de 32 posturas se cazan doce guarros, entonces la cosa no ha ido bien porque no se ha cazado ninguna boca buena. Y si en un gancho falla la cosa porque se ha visto salir de la mancha (lindante con la del día anterior) un lobaco como un camión (a pesar de que los cebaderos estaban literalmente desbrozados por los guarros), entonces es que ya se veía venir (independientemente también de que hay algunos que se dicen cazadores pero que fallarían hasta un cura en un montón de nieve).

No. Seamos serios: ¿quieren ustedes caza salvaje en un lugar puro?. Asuman, pues, los riesgos. Y si sale bien, reconózcanlo. Y si se ha metido un lobo, valoren que están monteando en una sierra tan privilegiada que tiene guarros que se las ven muchas noches con la lobada. ¿Quieren hincharse a descerrajar tiros a cochinos inmensos invariablemente?: vayan ustedes a un cercón, éste no es su lugar.

El rito y la pureza

Aquí se viene a montear, y al que no le guste, ya sabe dónde tiene la puerta. ¿O es que hemos olvidado qué es la montería?. En una montería los monteros pueden llevar chaleco reflectante y sigue siendo montería. Puede haber perreros con el mono de los Talleres Robledo y seguir siendo montería. Puede que los perreros se hayan olvidado la caracola en casa o que no la hayan visto en su vida, y sin embargo sigue habiendo montería. Pero si nos encontramos con un grupo de señores (austríacas y bávaros incluidos, impecablemente dispuestas las caballerías, con perreros de los de trabuco en mano y patillas de bola) que se colocan en una armada impecable al lado de una alambrada, en mi modesta opinión, no tenemos una montería ni mucho menos comparable con la anterior, y que me perdonen los que piensen lo contrario. Se puede gritar ¡Viva la Virgen de la Cabeza! y rezarle una Salve si se quiere, que también con un padrenuestro, un ¡Viva España! y una lectura de las normas, la montería sigue siendo más pura que la anterior porque se resume en un animal libre y no en uno encerrado, por muchas hectáreas que tenga la finca.

Cortar una querencia con un alambre es cortar la vida misma de un bicho, variar su costumbre; romper la sierra con cortaderos artificiales (bienvenidos si son para prevenir los incendios) me golpea más los ojos que ver esos monos amarillos de los talleres en los perreros. Y no olvidemos tampoco que muchos perreros se han tenido que vestir de amarillo precisamente por culpa nuestra, de los monteros, porque cada día se ve más gente que maneja un rifle como si fuera una escoba. No pretendamos que los perreros (que se meten en plena mancha) se fíen de un gremio que genera treinta muertes al año (la mitad que las producidas por la publicitada y mal llamada violencia de género). Porque algunas veces que he acompañado a los perreros (cosa que me sigue apasionando) y he visto lo que he visto, me planteo quiénes somos nosotros para ponernos farrucos con ellos cuando se juegan el tipo contra algunos tuercebotos que se creen que están solos en el monte. Por cierto, recomiendo a quien no lo haya hecho, que acompañe algún día a los perreros para ver desde dentro las cosas.

Gente que corta las carreras, que tira al viso, que dispara hacia el interior de la mancha, que mejora su puesto, que pistea en plena montería, gente que no es capaz de acudir a un agarre o que si lo hace es pegando tiros, gente que empaña el sagrado compadreo de una junta con discusiones que deberían haberse zanjado entre caballeros en el monte...Gente, al fin y al cabo, no monteros. No pidamos a los perreros que se fíen de la “gente” que no conocen, pero que han visto actuar ya demasiadas veces. Desgraciadamente hay muchos (cada día más, diría yo) para los cuales la caza de un cochino (que, al fin y al cabo es eso, un cochino) puede poner en peligro consciente o inconscientemente la vida de un ser humano. Y para los cuales una triste tabla que no es suya puede poner en peligro una amistad.

Podemos vestir de mil maneras un acto sucio, que seguirá siendo sucio mientras siga existiendo. Cuando los avivadores eléctricos, los alambres o los jaulones suenan entre las madroñas, algo estamos haciendo mal.

Y tengo muy presente que si quisiera gestionar de un modo rentable una finca (entendiendo por rentable no una inversión recuperable en un plazo de tiempo razonable, sino unos aceptables beneficios en un período corto de tiempo) seguramente tendría que cercarla. Y que en las zonas de las que hablamos el que más y el que menos farea, carrilea y hurga como para hacer pender de un hilo cualquier trofeo apreciable. Pero por eso se paga un precio, que es el del salvajismo de las reses. Si sabemos de qué hablamos, sabemos qué nos jugamos y a qué renunciamos en cada caso, pero no pretendamos igualar cosas que a mi juicio no son iguales.

Y que conste que creo que las tradiciones son importantes y que debemos preservarlas. Pero teniendo en cuenta que las tradiciones no hacen a la montería, sino que la complementan y embellecen. Lo que hace a la montería es un grupo de gente con principios, moralidad y conocimiento frente a animales salvajes. Un caballero (digamos más, un montero, que es un caballero que caza) frente a un animal, y lo demás está fuera de ese juego.

La montería no es sólo una cacería: es un rito.
Y, como tal, debe tener sus pasos, sus constantes, sus costumbres. Así debería ser para no perderla en los anales de viejos libros monteros y en cuentos de abuelos a sus nietos frente a la lumbre. Pero no podemos creer que, en lugares donde sólo conocen al cochino de pegarle perdigonadas detrás de las orejas en ganchos de conejo y ojeítos de zorro, vayamos a aterrizar con un ritual extraño y desconocido así, de golpe. Gente extraña con un ritual extraño.

Si se quieren ir “colonizando” nuevas zonas vírgenes para la montería, la idiosincrasia montera debe hibridarse con algunas costumbres del lugar y relajar ciertas tradiciones, aunque sólo sea temporalmente. Ya habrá tiempo de, una vez tomada la confianza con el personal y cuando asimile que los monteros no son marcianos (sino simplemente cazadores con otras costumbres), se vayan añadiendo a esa sopa hibridada y bellísima otros pasos del rito sagrado de la caza montera. Tengámoslo en la cabeza y poco a poco, ayudados del sentido común y de la sociología de paño pardo, se irá filtrando en ese bizcocho duro y envuelto que es la cultura de un pueblo el almíbar de nuevas costumbres y hasta de nuevos ritos.
Quien no sepa valorar que un guarro cazado allí es enteramente salvaje, enteramente íntegro (enteramente guarro, vaya) es que no sabe lo que se trae entre manos. Un guarro que sigue siendo igual de guarro que los guarros de hace cinco mil años. Se me puede decir que igual de guarros son los de la serranía de Cuenca[2] o los de Belagua...efectivamente. Pero vaya usted a buscar cosas bien organizadas en abierto y con el regusto de los amigos que se desviven porque todo salga bien. Empezando por saber qué es una montería, qué es una batida castellana o qué es una batida norteña. Seguro que hay cosas parecidas en otros lugares, pero se reconocerá que cada vez es más difícil encontrarlas.

¿Qué más se puede pedir cuando Emilio y Quique se desviven por cualquier sugerencia o comentario acerca de las mejoras que pueden incorporar a siguientes encuentros?. ¿Cuándo, señores, en una montería, les han puesto a ustedes buena cara -o les han permitido siquiera- sugerir tal o cual cosa sobre la organización, la disposición de los puestos, etc.?.
Por otra parte, pienso que siempre hay gente que achaca a las organizaciones actuaciones que no dependen de las mismas. Pero esa gente no me preocupa en absoluto (aunque haga daño) porque hace lo mismo en todos los ámbitos de su vida, véase: la sociedad es la culpable, es que los demás no me entienden, la culpa es de mis padres...No, señores: que cada palo aguante su vela. Partimos de la base de que hay mucha gente incapaz de valorar su entorno y las cosas que suceden a su alrededor y, por tanto, incapaz de valorar lo que ha ocurrido al acabar cualquier cacería.

A ver si alguien me cuenta, por otro lado, cómo narices se las arregla este Club para estirar las perras como las estiran: para que, por el precio de cualquier batida mala de pueblo (de esas que va la gente por no quedarse en casa aguantando a su mujer, a sabiendas de que se va a encontrar con un Rambo apuntándole a la barriga en el puesto de al lado, a menos de 50 metros) puedan ofrecerte un servicio que incluye migas, montería o gancho bien organizado con regusto montero, y comida “de hermandad”. Y encima negociando precios con hostales, casas rurales y hoteles de modo que el montante total de un fin de semana es realmente económico. Y además ofreciendo iniciativas y actividades fuera de la montería que complementan el tiempo disponible de un modo muy divertido.

LA IMPORTANCIA DE LOS DETALLES.

Analicemos algunos detalles que me han llamado la atención:

Tener cabeza.

Es importante apreciar los detalles. Por ejemplo, me acuerdo el año pasado, en la segunda montería en la que se batió la mancha denominada La Jebra, cómo se dejaron conscientemente muchas reses en la mancha, que era de natural “caliente”. Se podría haber subido el número de capturas simplemente con haberse metido un poco más en los zarzones pero no se hizo (y aún así el número de guarros abatidos fue más que aceptable) para dejar madre, en una gestión que se consideraba prolongable en el tiempo.

Del mismo modo, los otros días se podría haber aumentado todavía más si cabe el impactante tapete de guarros simplemente habiendo contratado rehalas con más perros de agarre (de los que se vieron muy poquitos), habida cuenta de la proverbial suerte de algunos cochinacos y de los rilores que alumbraron los brazos de algunos monteros. Personalmente creo que los podenquitos portugueses que abundaban permitieron un juego que otro tipo de rehalas no habría dado (eso sí, los perreros se habrían quedado hasta las doce de la noche sacando guarros rematados a cuchillo, pero ese no es el objetivo que ha de tener una montería: la montería persigue mover el máximo número de reses a los puestos, y esto es lo que se ha conseguido). Éste es un buen detalle.

Vocación de quedarse.

Esto son detalles que no deben pasar desapercibidos: El Club de Monteros ha venido con vocación de quedarse: de arrendar varios términos para poder gestionar, de durar los años que haga falta, van en serio. Sorprende encontrar gente que es capaz de renunciar a uno de los mejores cotos de toda la provincia por ver comprometida una gestión a futuro, cuando casi cualquier otro habría firmado de cabeza un contrato de seis años porque simplemente exprimiendo lo que el monte tenía valía para medrar seis años y después, si te he visto no me acuerdo. Eso dice mucho de esta gente, la verdad. A mí me vale como ejemplo de cuál es su idea y qué es lo que quieren hacer.

Además, vienen precedidos de otras actuaciones en Guadalajara (donde yo les conocí), recuperando cuantitativa y cualitativamente las poblaciones de varios pueblos de Guadalajara donde no sabían qué era cazar un guarro en montería o un buen corzo más que por las revistas del ramo. Y eso cuesta demasiados desvelos y demasiado dinero como para hacerlo durante un simple contrato al uso. Tuve la oportunidad de verlo con mis propios ojos (pues ellos optaban a la puja del coto donde cazo y estuve informándome de quiénes eran, ya que en este tema fiarse de alguien es como tirarse por un precipicio) y de hablar con gente del lugar (incluida alguna que otra avariciosa alcaldesa) y lo que allí quedó era infinitamente más de lo que se encontraron ellos al aterrizar por aquellas tierras.

El paso de cazadores a gestores

Al fin y al cabo, eso debería ser gestionar, ¿no?. Dejar más de lo que uno se encuentra. Porque para dejar menos, con liarse a pegar tiros basta. ¿O es que alguien se cree que andarse de la ceca a la meca rellenando comederos, vigilando por las noches y pateándose el monte no va a acabar dando resultados si se hace con conocimiento?.

Esto viene enlazado con otro detalle a observar: la madurez y la coherencia que supone dar el paso de dejar de ser cazador para convertirse en gestor. Dejar de disfrutar uno mismo de la caza para disfrutar cuando te dicen por la emisora que un amigo se ha quedado con un buen guarro. Eso de ver a Emilio con el coche para arriba y para abajo pendiente del desarrollo de la montería, de ver si da resultado el esfuerzo que han dedicado, es ver a un cazador que ha renunciado a su beneficio personal para revertirlo en una comunidad de amigos. Y si eres capaz de valorar eso, otras cosas pasan a un segundo plano. También ver la felicidad en sus rostros cuando las cosas han salido bien te da una idea de que ese paso (el de cazadores a gestores) ha sido un acierto y ha sido completamente asimilado. Éste es otro detalle.

Como es detalle ver que hay gente que todavía te dice que no ha dormido la noche anterior a la montería más que dos horas. Porque se juegan mucho. Porque están pendientes. Un “paraca” que aterriza en un término municipal con la intención de plancharlo en cinco o seis años duerme a pata suelta todos los días (menos los que está de espera o furtiveando su propio coto) porque sabe que los treinta tontos que han caído en sus redes esa temporada no van a volver a la siguiente, pero otros treinta tontos los sustituirán. Sin embargo, alguien que ha venido para quedarse (si le dejan), se preocupa si algo no sale bien, porque si no lo corrige puede perder no un cliente, ni un amigo, sino su prestigio. Y del prestigio salen las lentejas (en ese orden). Éste es otro detalle.

Hacer un grupo

Esto viene enlazado un poco con la decisión de pasar a ser gestores: no es tanto la búsqueda de un modo de vida (que también) cuanto de crear un grupo de amigos con los que compartir las sensaciones y la felicidad de la caza. A este Club se le notan las ganas de que repitas. No por ser un tío que llega y paga, sino por ser tú.

Es la evolución lógica del cazador avezado: compartir sensaciones con los demás. Compartir la alegría de un día de monte con gente con la que tienes confianza. Departir entre amigos la felicidad plena de la libertad compartida, de los olores, de las estampas, de un tornillazo en un jaral o de una ladra exitosa. Si se lo queda uno para sí, casi no aguanta la felicidad. La felicidad hay que compartirla con alguien para que sea plena.

El otro día me comentaba Emilio la alegría que tenía porque estaban consiguiendo hacer un grupo muy majo de cazadores. Hacer un grupo majo de cazadores actualmente es más difícil que resolver una ecuación diferencial de segundo grado jarto de cubatas. Primeramente porque cada cual tiene ya sus compromisos de temporada, y acudir a éste implica renunciar a otras cosas. Y claro, uno renuncia a algo si lo que va a hacer le compensa. Yo creo que al grupo que se está formando le compensa. Se nota. A pesar de que alguno se lleve unas palizas al mus que salga con las orejas rojas.

Éste es otro detalle.

El mestizaje

Club de Monteros está haciendo, sin saberlo, uno de los experimentos sociológicos más curiosos a los que he asistido: ha conseguido un curioso mestizaje en nuestro panorama cinegético de mayor. Si de natural los ambientes de cazadores de un pueblo son cerrados a nuevas incorporaciones y un poco herméticos, no lo son menos los círculos monteros tradicionales, que muestran un recelo lógico a compartir sus jornadas de caza con gente que, en principio, no está acostumbrada a la operativa montera (empezando por el uso del rifle y las medidas de seguridad y acabando por ciertas tradiciones o usos sociales).

Si además añadimos a esto que cuanto más al Norte cacemos, más cerrados suelen ser los grupos y los ambientes, nos planteamos cómo se puede conseguir este maridaje tan curioso. Si bien es cierto que siguen existiendo dos grupos perfectamente diferenciados (lo cual es lógico dados los amigos y conocidos existentes de antemano), no lo es menos que cuando compartes armada (te toca una armada “mixta”) se pueden dar buenas ocasiones de departir. Eso mismo me pasó el Domingo, cazando con gente del pueblo, que comprendieron perfectamente que, al ser yo el único que llevaba rifle, debía estar en un puesto de rifle independientemente del que me hubiera tocado, y me pusieron en un tiradero francamente bueno. Lo mismo pero al contrario me pasó en otra de las monterías, en la que cedí mi puesto a un chaval con escopeta porque era más adecuado para él (una vaguada entre jarales con una gatera que pedía escopeta a gritos).

Hay que tener en cuenta que en muchos de estos pueblos nunca se ha cazado el jabalí como tal (sí esporádicamente en salidas a la menor, al salto, y normalmente a perdigonada limpia o con postazo que te crió). De hecho, en la junta del Sábado las caras de asombro de la gente del pueblo al ver los guarros delataban que era la primera vez que los veían, o al menos que veían tantos juntos.

Hacer esperas y montear

En un mismo coto hacer esperas y montear no se sostiene. Aparte de que es una inmoralidad vender algo que no se tiene, no se pueden ocultar ciertas cosas porque al final todo se sabe. Recuerdo una vez que nos timaron en la Sierra de San Pedro, en una quedada de amigos con casita rural y familias incluida. En las esperas no descargamos, pero no porque no viéramos reses (había de todo y hasta las ciervas te comían), pero nada a lo que mereciera la pena disparar. Claro, resulta que el dueño llevaba ya tres meses limpiando aquello de bocas y de guarros que levantaran más de tres cuartas del suelo.

Y es así muchas veces, en muchos sitios, en demasiados lugares. Lo ves, lo oyes de otros amigos, y hasta lo lees en las revistas. Hay demasiados jetas que quieren nadar y guardar la ropa a la vez. Hasta ahora no han tenido problema, porque con la bonanza económica había pardillos a espuertas. Pero ya el año pasado clarearon por doquier las monterías suspendidas y la gente (que no ha sido cazadora nunca) que colgó el rifle o lo vendió de segunda mano. Si algo tiene de bueno la crisis es que va a hacer una limpia en el panorama de jetas, caraduras y escopeteros, que con un poco de suerte nos quedamos a cuadro los que nos gusta de verdad cazar. Ya veremos.

Bueno, a lo que vamos: Quique y Emilio gestionan ahora tantas hectáreas que tienen posibilidad de destinar algunos cotos para esperas y algunos para monterías, como debe ser. Y me imagino que irán rotando estas actividades, pues no es la misma presión la que se ejerce haciendo esperas que monteando. Y los frutos de todas estas ideas saldrán tarde o temprano porque si cuidas la caza al final acabas teniendo caza; y si encima partes de un inventario cinegético como el que tienen en algunos de los cotos que gestionan, el éxito está asegurado. De todas maneras, con los comederos que manejan y los cebaderos que cuidan, yo creo que cualquiera de esos cotos podría dar para mantener racionalmente las dos actividades al menos algún mes al año, máxime con las madres que hay en los alrededores y las Reservas (que las administraciones gestionan tan brillantemente mal, muchas veces recurriendo a la “gestión por abstención”, es decir, a la antigestión, por omisión, por desgana y por falta de medios).

La gallina de los huevos de oro.

Algunos pueblos no han evolucionado porque sus gentes tienen miedo a la evolución. Viene uno de fuera y ya le están mirando con cara de pocos amigos porque a ver qué quiere éste de nosotros. Como dirían ellos, “a qué ton van a venir aquí estos si no es para sacarnos los ojos” o “a nosotros nos van a enseñar a cazar éstos”. Y ven el ambiente creado, aprecian la pequeña revolución que se produce en el pueblo cuando las siembras son compradas a buen precio, cuando además se favorece a la caza menor, se permite cazar en las manchas a los del pueblo hasta una determinada fecha, en las monterías los cazadores del pueblo participan, se hacen reuniones y meriendas, se echa una mano siempre que se puede, y se crea un buen ambiente de camaradería para quien acepta estar en camaradería con los recién llegados. Llegan las primeras monterías y se ven unos tapetes de guarros que ni ellos mismos sospechaban que se podían cazar. Y empiezan los cálculos. Y empieza el “rucu-rucu” en las cabezas pensantes, generalmente los más molondros del pueblo (porque el resto ya se ha dado cuenta desde un principio que lo que hay es una oportunidad de desarrollo y es mejor que antes). Pero mientas, los molondros, con el rucu-rucu. Todo el santo día en el bar dale que te pego con que éstos no son trigo limpio, que si tanto dan, quitarán el doble...vaya, la típica idiosincrasia castellana (que nadie se ofenda, yo soy castellano y sé de qué me hablo) de gente que está mano sobre mano entre chatos de vino malpensando de los demás. Hasta que van creando su camarilla. Sí, es cierto, de cuando en cuando van de esperilla o al carrrileo y se despachan una corcita, o de cuando en cuando le zurran con sexta detrás de las orejas a un pobre guarro que se despistó cuando iban a los conejos. Pero eso ellos lo pueden hacer porque son del pueblo, joé. Para eso son de allí. Da igual que el señorito se haya rascado el bolsillo y haya pagado un pastizal por la avena del Toribio y por el centenillo de Juan. Y da igual que traigan socios a zurrarle a los corzos, porque los corzos son nuestros. Ya está. Que se vayan que estábamos tan contentos sin ellos.

Y dale que te pego, la burra al trigo, un día y otro día. Y le comen la cabeza al alcalde. Mira, Andrés, que éstos nos están timando. Y al presidente del coto ya no le dicen nada porque sabe que está encantado con los nuevos porque caza casi como antes y además le está picando el gusanillo de zurrarle en una buena montería a un guarro, y no en plan chapu como siempre en ganchitos.

Y el alcalde (que tiene poltrona asegurada nada más que de cuatro en cuatro años, no tiene sueldo como los alcaldes de pueblo grande y tiene churumbeles a los que dar de comer) ve que la gallina va viento en popa poniendo huevos, y en lugar de darle trigo piensa en hacerse un cocido con ella. Y saca el coto a subasta, porque le van a pagar un pastizal, que tiene un montón de caza, y pone en “intenné” las fotos de los tapetes de guarros.

Y los dedos se le hacen huéspedes, y va a quedar de P.M. en las municipales porque ha conseguido cinco mil euros de más que los socios esos que vinieron (señal clara e inequívoca de que les estaban tangando).

Lo que no se cuenta del cuento de la gallina es que, efectivamente, la gallina acaba en el cocido. Y se acaban los huevos, porque no hay gallina. Que viene un listo con la zarampaña, se queda con el coto (y de paso el alcalde remoza un poco la casa, que su mujer estaba dale que te pego con la tabarra de que qué mierda de alcalde eres, Andrés) y en tres años ha dejado el campo más planchado que los pantacas de Karl Lagerfeld.

De modo que más les hubiera valido a los del pueblo gestionar para conservar, en lugar de dejarse roer por la avaricia. Pero vamos, a estas alturas no nos vamos a hacer de cruces por esto.

A ello me refería cuando antes comentaba que estos chicos han venido a quedarse “si les dejan”. Ojalá se imponga la cordura en gente que todavía no está demasiado maliciada por tanto granuja como han sufrido algunos pueblos.

Se admiten sugerencias.

Otro detalle es que, en confianza, Emilio y Quique admiten sugerencias. Porque no hacerlo sería ilógico: el movimiento se demuestra andando, y a veces hasta que no pruebas cosas no se ve si funcionan o no. Y corrigiendo de año en año las posturas, haciendo pruebas con una u otra rehala, etc., se van limando las imperfecciones y quitando del camino las chinas que estorban para que toda esta maquinaria de la montería ruede como debe rodar.

Hablamos de sugerencias, no de aquel personaje que, por haber cazado toda su vida “a la norteña”, no comprendía cómo debía estarse quieto en el puesto sin moverse en toda la montería; no sabía que en el cortadero la gente se cambia de lado cuando pasan los perros, y otras muchas cosas. Como mucha gente de cabeza dura, no se dejaba enseñar y no salía del “...pues eso no es así, no señor” y se fue despotricando echándose las manos a la cabeza. En fin, lo del chiste ese del tío que va por la autovía en sentido contrario. Si llegamos a hacerle caso, acabaríamos todos los puestos por la mancha corriendo detrás de los perros con el trabuco en la mano.

Cazar no es sólo cazar.

Cazar no es sólo cazar. Si fuera sólo eso (que no es poco, por cierto), lo podría hacer cualquier buen organizador (que tampoco hay tantos).

Pero si queremos algo más, entonces sólo lo puede hacer un grupo de amigos. O simplemente de conocidos con los mismos principios básicos. No quiere decir que se trate de un grupo cerrado de gente con pensamiento homogéneo, primero porque no hay un grupo consolidado (sino en creación) y segundo porque no habría nada más aburrido en el mundo.

Pero por lo menos se trata de gente con un principio básico de montear con otra gente en un ambiente de cierta confianza. Con cierta tranquilidad. Gente que no tiene la presión de haber abonado un dineral ni el deber de amortizar esa postura (lo cual conduce con mucha facilidad a cortar carreras de las reses, a disputar reses que no son suyas...). Y gente que no tiene la impunidad de quien ni conoce a los demás ni le importan un pimiento como para tener que quedar bien con nadie, es decir, rambitos del tres al cuarto que si pueden se meten a pistearte una res, tuya, en plena montería.

Cada cual pensará lo que piense sobre la ética de la caza (de su caza), el comercio, o de sus preferencias. Pero al menos reina una armonía cada vez más difícil de encontrar cuando cazas fuera de casa.

En esta situación es fácil que, aparte de cazar, se pueda disfrutar de una buena comida, algunas excursiones, buenas partiditas y de agradables tertulias, siendo todo ello aderezo casi indispensable de la caza colectiva.

La gente local.

Lo agradable de viajar en el mundo de la caza es salirte de tu círculo y ver que hay cosas más allá. Y cosas más allá también del envilecido mundo corrupto de las orgánicas, de los trapicheos comerciales, del pienso y de los precintos milagrosos.

Todavía quedan bastantes lugares en España (eso sí, generalmente alejados de los centros neurálgicos de la caza) donde la gente sigue siendo hospitalaria con el forastero y, por regla general, da más de lo que recibe.

No es difícil encontrarte con gente “sana”. No sólo por las matanzas que guardan en los varales de sus chimeneas (que también, a pesar de lo que nos dicen los enjutos médicos de capital) o por el vinillo o pacharán que trasiegan en sus merenderos y bodeguitas, sino porque tienen sanidad en su pensamiento.

De cuándo acá se han podido dejar nueve guarros en la plaza del pueblo, y al volver de comer después de tres horas largas, encontrárselos indemnes, con sus bocas y con sus jamones intactos. A ver cuándo se puede ya asistir a la escena de una mujeruca esperando pacientemente el regreso de los monteros tras la comida, al pie de los guarros, para comprar al Capitán de Montería uno de ellos para asarlo (por supuesto, le fue regalado).

Por desgracia nos hemos acostumbrado al pillaje y a la trapacería, y encontrarse con gente sana por ahí fuera es una bocanada de aire puro. Tienen todavía un halo de ingenuidad (ligeramente velado por esa brutalidad natural de nuestra querida gente llana) que en algunos casos llega a ser entrañable. Se podría resumir en una sola palabra: nobleza.

Preservar esa nobleza de pensamiento de estas gentes a salvo por otra larga temporada, puede ser otra consecuencia (y quizás un reto futuro) del trato respetuoso que reciben por parte del Club de Monteros. Para mí no hay nada más triste que comprobar cómo gente noble se convierte en recelosa y esquiva por culpa del aterrizaje en este tipo de terrenos de muchos granujas del comercio, gente vil y nefanda, sin escrúpulo alguno, que van quemando el terreno que pisan y cambiando el carácter amable de las gentes a las que explotan y timan.

Compromiso con la menor.

Comprar siembras para dejarlas de alimento a la caza mayor (y, por extensión, a la menor), a ser posible sin tratamientos artificiales, es una de las tareas a las que Club de Monteros dedica no pocos recursos económicos. Y es una de las labores de gestión que más frutos da a corto plazo.

Porque contar con un refugio natural de ese tipo una vez recogidas las cosechas aporta a la fauna menor un factor de supervivencia nada desdeñable. Unido a la tranquilidad que un coto en gestión aporta con la guardería y vigilancia profesional.

Si bien es cierto que favorecer la caza mayor no beneficia, por regla general a la menor, también es verdad que los compromisos de mejora de poblaciones de conejo que el Club adquiere en algunos de sus acotados con las sociedades locales se plasman en medidas específicas para la menor. Estas medidas pueden contrarrestar en algunos casos la dedicación del coto a la mayor.

“LATRANT ET SCITIS ESTATINT PRAETESQUITANTES ESTIS”, QUE QUIERE DECIR: “LADRAN Y SABÉIS AL MOMENTO QUE CABALGÁIS POR DELANTE DE LOS DEMÁS”.

Como los redichos ponen muchos latinismos (y los usan sin ton ni son en las reuniones de directivos, y muchas veces yo me parto, porque no estudiaron latín en el cole como yo), yo me casco éste, que además me gusta. Es el falsamente atribuido a Cervantes “Ladran, luego cabalgamos” (que no aparece en El Quijote ni nada: es una frase latina bastante más antigua).

Pues a mí me parece que sí, amigos, que Quique y Emilio, Emilio y Quique, cabalgan por delante de los demás. Y quien se esfuerza en cabalgar por delante de los demás tiene el privilegio de elegir hacia dónde quiere encaminar los pasos de su caballo.

Y la trocha que han elegido estos del Club de Monteros me gusta. Me gusta porque no es una pista forestal trillada: se salieron de ella hace mucho tiempo, a pesar de que tenían una buena cuádriga (que también dejaron orillada en la cuneta). Ahora recorren un camino mucho más difícil, pero les está subiendo a un buen cotarro (como dicen en Burgos), y les va a poner pronto sobre un hermoso mar de nubes. Abajo, muy abajo, sin salirse de la pista por su cobardía, van quedando los ladridos enfurecidos de quienes no pueden seguirlos.

Dichos, rumores, palabrerío vulgar. Bulos, envidias, palitos en la rueda. Desconfianzas, comentarios inadecuados, falta de apoyo. Ellos ya lo dejaron atrás, y los que no quieren esforzarse y retreparse por donde sólo los machos monteses saben andar, nunca comprenderán nada. Están en otra esfera, la de los orgánicos masivos, la del bicho fácil, abundante y a cascaporro. Generalmente es la esfera de quienes, al cabo de unos años cuelgan los trastos (o los malvenden) porque igual les da tener entre las manos un rifle que una botella, un palo de golf o un volante de algo que vaya rápido. Da igual. Ni van a sentir nada jugando al golf ni se conmoverá su entendimiento cuando conduzcan, y su cerebro embotado tampoco sabrá sacar provecho de un buen whisky o de un Robusto cepo 50 de Cohíba. Nunca apreciaron un simple amanecer, así que todas las cosas que adquieren o que tocan se convierten en oro o se deshacen en sus manos, pero no sienten nada. Para ellos, para los difamantes, la palabra lanzada a quien se va es lo único que les queda: la caza no es más que un mero entretenimiento, una actividad donde encontrarse con otros y parecerse a otros. A otros que ni entienden ni se esfuerzan en entender, porque no mamaron nada y porque no se dejaron amamantar.

Estos chavales del Club de Monteros cabalgaban y ahora van cada vez más despacio, pero igual de seguros. Van despacio porque la pendiente ya no permite ningún resbalón, es peligroso. Pero ese peligro es el que les sirve de acicate. Saben que algo tiene que haber arriba, para unos pocos. Estaban hartos ya del follón de abajo, de los sartenazos monteros que nos han intentado vender como si fueran la panacea. Sienten en sus pieles ya los fríos del cierzo serrano, en un sitio donde es imposible que huela a pienso ni que los venaos tengan mugrones de alambrada en sus cuernas tullidas; un sitio donde no se oyen otros metales que los de las perchas de quienes persiguen a la pardilla (como unos locos solitarios buscando filones de oro) o los de los fierros de rifles con olor a correas viejas. Donde no hay más brillos que los de las charcas cristalinas en los arroyos del deshielo, o los de los filos cuidados de terribles cuchillos de remate.

Suenan, señoreando el aire, en esos cerros por donde ahora se adentran nuestros amigos, viejas caracolas de otros tiempos traídas de otras sierras por los caprichosos vientos; suenan gritos de hombres rudos que ya murieron, cantando las reses a las posturas. Vuelve a oler a pólvora añeja, vuelve el recuerdo del salpicón de la sangre en la jara que recibe a la Primavera con sus mejores galas.

Chssssss, callad. Es el momento de los esforzados. Es un momento para unos pocos, para que se ericen los cabellos de emoción pura y de pura felicidad por la libertad de un relámpago de olor a miera. Es el instante (eterno, duradero, que se nos graba a fuego) de un leve chasquido, de un pequeño bufido, de un castañeo de navajas. Chsssss, callad, que ya se oye el latir inmenso de un corazón que no deja de hacer ruido. Un pulso de sangre que nos oprime el pecho y que nos une con la misma tierra. Chssss, no calla. Sigue galopando el incansable músculo a pesar de que, con boca reseca, tratamos de serenarnos. Y llega el momento, ese momento que dura quizás una décima de segundo, donde la imagen de un padre, un abuelo, un tío o un amigo que ya no está, se cruza con la del cochino (las cerdas tan erizadas como nuestros cabellos), y bala, sentimiento y recuerdos se funden en uno.

Amado cochino al que nadie llora y que tanto nos das. Querido guarro, añorado jabalí. Siéntete el Rey del Monte, porque por ti velan los monteros y por ti se mueve todo este mundo, buscándote salvaje y puro.

Llorad, los de abajo. Llorad porque jamás en vuestras miserables vidas podréis sentir lo que siente un montero cuando caza de verdad un animal salvaje.

COLOFÓN.


Suerte, a vosotros dos, en esta aventura hermosa y sencilla en la que nos habéis embarcado. Disfrutad cada minuto como irrepetible, saboread las mieles de los que han tomado un camino difícil y van alcanzando éxitos.

Ignorad a los que murmuran, incluso si son conocidos, pues donde estáis ya casi no se les oye. Los habéis dejado atrás hace ya muchas noches.

El éxito final no llega sino con la muerte, así que plantearos metas (realizables o inalcanzables, eso da igual). Pero disfrutad con los vuestros de esos momentos que sólo los cazadores y la gente sensible sabe degustar y dejar grabado en el recuerdo.

“Perdimos un coto pero ganamos un amigo”. A mí me mancillaron mi rincón sagrado de monte, donde reposan los huesos de mi abuelo y de mi tío Jaime; donde se sienten sus almas alegres de risas y tabacos de liar y donde me miran sus ojillos acuosos en cada rincón, pero he aprendido gracias a vosotros que la tierra sagrada de nuestros ancestros puede ser la de cualquier sierra perdida en cualquier lugar.

Porque la caza y su sentimiento no tienen límites, ni fronteras, ni lugares. La llevamos cada uno en nuestro corazón. Y los que ya no están con nosotros, nos siguen adonde vayamos. Porque ríen con nuestra risa de locos solitarios al ver amanecer, sudan con nuestros nervios de adrenalina, velan con nuestras noches bajo las estrellas, lloran con nuestras emociones. Nos siguen los nuestros porque con la vida que les damos en cada lance, rebullen en sus tronos del Cielo y quizás, sólo quizás, nos susurren un “¡¡¡Así se hace!!!” casi inaudible, con lágrimas en los ojos.

Un fuerte abrazo, y muchas gracias por arrastrarnos detrás, subiendo esta ladera.

[1] (Me refiero, por supuesto, a las consortes de los cochinos).
[2] ...No la gente de la Serranía de Cuenca, sino los guarros de dicho lugar. Que después la gente se rebota por nada.

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