martes, 26 de mayo de 2009

LA EJECUCIÓN


Los últimos truenos de la tormenta se alejan.

Han cogido la dirección del Jarama y llegarán remontando media sierra hasta el Bornova, como si quisiera (la tormenta) hacer un viaje atrás en el tiempo, desde las iglesias mudéjares que todavía miran a Roma con su Sagrario (igual que tumbas visigodas encastradas en el granito serrano) hasta las viejas y pizarrosas prerrománicas, negras y rechonchas como sus gentes. En la falda de la Sierra, robando a los pinares la luz de la tarde, se ha juntado con otra que ya venía por el río y se ha vuelto más fuerte, más oscura, y unos truenos han saludado a los otros como viejos amigos que se encontraran en dos pandillas tras una buena juerga, dispuestos a tomarse “la penúltima” juntos al final de la Sierra, en alegre algarabía de gritos y bravuconadas.

Sin embargo, otras veces, cuando se juntan dos tormentas, se calman. Van acercándose y se quedan en silencio, y los gordos nubarrones grises y negros acaban fundiéndose y retozan juntos sobre un monte verde oscuro, nevado de flores blancas de jara, que miran cómo los amantes del cielo se calman uno con otro. Parecen dos tormentas de distinto sexo, que se regañan en lontananza, ignorando que cuando se junten su fuego interno se apagará con el agua del otro.

Ya pasó el vendaval de remolinos que llenó el aire del monte, y pasó ese olor primero de tierra mojada que, sin estarlo, anticipaba felizmente la nube, sacando al aire sus últimas reservas de agua para llamar a la tormenta y atraerla con su perfume, pensando que el agua llama al agua, como el polvo llama al polvo. Exprime la tierra su panza reseca para exudar su perfume de aguas pasadas, para llamar a la nube y que la preñe de miles de aguas lejanas, de olores de otros montes que sólo Dios sabe lo lejos que están. Aguas de otras tierras que se exprimieron barruntando la tormenta, aguas que acabarán enjugando la cara de la novia más hermosa del mundo, bañándola de ládanos escurridos, de mieras añosas, de barros rojizos como la sangre serrana.

Pasada la nube, nació el corzo.


Vinieron sus huesos verdes como juncos a caer en la tierra mojada, porque no había otro acomodo más acogedor en esa tarde de lluvia de Abril.

Y comenzó sus días de golpe, sin previo aviso, como empiezan los días de todos. De golpe expuesto a los fríos todavía fuertes de las noches, a los ávidos tábanos del verano interminable. Expuesto a la chupada de la garrapata sedienta y al mordisco del gandano, que no perdona. Expuesto a los miedos, a sustos y sobresaltos.

Expuesto a su propio padre que, un buen día, gruñón como siempre, decidió largarle de su pedazo de monte porque ya estorbaba.

Exiliado de su propia familia, repudiado por mil olores hostiles que le
anunciaban desde las rameras bajas de los enebros, desde los candiles leñosos de
los grandes romeros, desde las estepas peladas por viejos cuernos de viejos
corzos, que allí no era bienvenido, que se buscara otro terruño todavía más
lejos si no quería salir caliente de aquél.


Y se habituó a un nuevo laderón, apretado de duras marañas, encerrado en los calores asfixiantes de una solana bien ventilada. Un nuevo príncipe para sustituir a un viejo rey muerto. Y encontró un rincón donde se le juntaban dos brisas, y durmió en los encames nuevos bañándose por aires de idéntico olor a jara que las praderas que le vieron nacer.

Y siguió su vida dura, libre y secreta. Y bañaron sus lomos cien lunas con cien rayos de plata. Y peló sus cándalos contra los cándalos de las estepas y jaras, y bañándolos con sus láudanos llegaron a ser iguales. Y se hizo monte con ello, fundido con las ramas, porque todo lo que convive se acaba fundiendo (como cuando se encuentran dos tormentas). Y por eso los corzos llevan ramas de jara estepa en sus cabezas, porque son monte. También por eso, cuando los hombres miran al monte, no los distinguen con sus miopes ojos ni los huelen con sus taponadas narices, ni los oyen rumiar con sus atrofiados oídos, porque sus cándalos y los cándalos de las jaras son lo mismo; su olor y el de los ládanos es idéntico; su sonido y el de la brisa entre los tallos son iguales.

Y hubo un día en que el corzo señoreaba su imperio, su pequeña ladera ya era suya, y nadie osaba pisarla. Él adquirió hasta el derecho de expulsar a sus propios hijos.

Y nadie tosía bajo el yugo de los gusanos, o se quitaba una garrapata, o se rascaba en un chaparro en su ladera sin que el corzo lo supiera.

Un seboso en una tasca rumia con indiferencia su propia miseria.

Viste de camuflaje, porque así cree que la gente del monte no le ve.

Aunque se ve su gordura desde lejos. La gente del monte lo sabe. Oyen sus escupitajos media hora antes de que llegue, sudoroso y jadeante, a pisar siquiera el terreno. La gente del monte le oye. Huelen su asqueroso olor a sudores rancios nada más abrir la puerta de su flamante coche, emponzoñando el olor fresco de la tormenta recién pasada. La gente del monte le huele. Y hasta la gente del monte siente bajo sus pezuñas las pisadas desaliñadas del seboso, pues la tierra que les vio nacer (su madre) les advierte muchas veces del cuidado que han de tener.

Un seboso en una tasca rumia con indiferencia su propia miseria.

Montó su vida en un castillo de naipes, lleno de fanfarronadas de bar, bravuconerías de pandilla, figuraciones que no eran más que palabras vanas.

Intenta llenar su vida vacía de cosas que no le llenan. Piensa que, quizás, con un buen número de ellas, aunque cada una por sí sola no le diga nada, puedan hacer algo por abultar su seca miseria.

Y hubo un día en que el seboso con pocos escrúpulos se sintió con autorización para arrancar una vida que desconocía. Quebró los olores del monte con sus olores. Rasgó el aire entre las jaras con el trueno de sus chasquidos. Partió el aire en dos trozos con los brillos de sus prismáticos. Puso olor, trueno y relámpago de peligro y muerte en un lugar puro donde tormentas y cierzos habían campado. Hubo alguien que, sin pensar, creyó que podría bordear a su antojo el terreno de otros. Alguien capaz de segar sin entender siquiera qué era lo que iba a recoger.

Y con su foco con filtro rojo, y su rifle con silenciador se dio un paseo, alumbró al Rey de los corzos, y arruinó su vida en un segundo. Arrancó su cabeza para intentar arrancar de su alma un trozo más, así de vacío estaba. Pegada a su pared estaba ya su vida entera, y él vacío, y su mente acallada, y aún así sentía un desasosiego que no conseguía entender.

Un cuerpo de un corzo se pudre en el monte. Vuela su carne hecha moscarda, corre su paletilla hecha gandano, miran sus ojos de nuevo hechos corneja. Hasta que una nueva tormenta lava su muerte y sólo quedan sus tuétanos sobre la arcilla, y una pita atada a una jara.

Y una ladera sin su rey espera a un nuevo príncipe, ignorando la desidia de los hombres, bañándose con la luz de plata de la Luna de un Abril algo más vacío. Porque el cordonazo eléctrico del trueno no se confunde hoy con el ronquido grave y bronco del Rey de los corzos.

Un seboso en una tasca rumia con indiferencia su miseria humana.



Su miseria de furtivo.

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