martes, 10 de marzo de 2009

LOS MISERABLES

Esta historia no es, desgraciadamente, ni una parábola ni una fábula. Ha sido tristemente real, y paso a contarla por lo que le ha pasado a un cazador al que le han chafado el terreno donde cazaba. Se lo han chafado pero bien.



Para algunos, el terreno donde cazan es simplemente terreno, es decir, una sucesión de lomas, cirates y vallejos, montes y siembras. Un cacho de planeta donde pegar unos tirillos, un cacho tierra que comprar y vender con todo lo que tiene encima. Para otros, como nuestro amigo cazador, cada mata es un recuerdo, y este es el caso del hombre que os cuento, para que sepáis lo que me ha transmitido que siente cada día ahora al levantarse, e incluso muchas noches cuando intenta conciliar el sueño, que se muestra remiso a caer sobre él, tantas vueltas le da al coco. Una mezcla de pena y rabia, por la incomprensión de la gente, incapaz de valorar lo que tiene, porque lo tiene regalado y gratis siempre que quiere y, a fuerza de regalado y gratis, lo dejan de apreciar. Es, a veces, cuando viene alguien de fuera que pone en valor las cosas, cuando se dan cuenta de donde viven, aunque si el que llega de fuera es como el de la historia que os cuento, más le vale que no hubiera nacido para llegar así a ningún sitio. Más le vale que se hubiera quedado en proyecto de mediocridad antes que nacer para reventar todo lo que toca, para fastidiar a gente como nuestro amigo cazador, un hombre sencillo, cazador de bota gastada y perrillo modesto sin “pedigrí”, cazador de los que lo han mamado, cazador de a pie que, en este triste país, es algo así como decir cazador en vías de extinción ingresado en la unidad de quemados.

El terreno de nuestro amigo cazador es algo más que un simple terreno; es su Tierra (con mayúsculas), la tierra de sus ancestros, donde echó los dientes como cazador de menor y donde se le metió el veneno de la mayor.

Tierra regada por el sudor de varias generaciones de su familia, tierra apreciada y fértil; fértil en parir frutos, caza y recuerdos. Tierra preñada de sentimientos y de motivaciones, de ilusión y de proyectos de futuro.

Tierra donde el cazador esperaba contemplar los primeros pasos de su hijo buscándose a sí mismo en el monte, avanzando con cada paso detrás de las piezas hacia su propio “yo”.

Una Tierra (con mayúsculas) ganada palmo a palmo con esfuerzo y restricciones, defendida de otras agresiones y por ello apreciada y querida. Una Tierra a la cual su abuelo defendió, como agricultor, de los excesos de los venenos y herbicidas que se empezaban a implantar, ante el desprecio del resto, que veían en el veneno futuros prometedores. Burlas que, aún hoy día, afloran en la miseria de las gentes que rodean al cazador, incapaces todavía de comprender las consecuencias de sus actos y la irreversibilidad de su insostenible modo de vida, endurecidos los corazones por las mil maldiciones por ellos dichas a quien, como su Tierra, les daba de comer, pagándoselo con riegos de veneno.

Una Tierra de la que se arrancaba lo justo sin explotarla, lo que diera sin exigirla más, y después no fue ya suficiente, tenía que ser más, y más, haciéndoles la rosca a las multinacionales porque los agricultores eran prisioneros de ellas, de sus certificaciones, de sus antifúngicos y quemantes. Porque hasta para sembrar un simple pepino ya tienen que recurrir al veneno; porque es una deshonra como agricultor que tu melonar produzca menos que el del vecino (envenenado más que el tuyo), en lugar de buscar otras soluciones (que las hay) sin importarles tanto el “qué dirán”, y sin restregar por la cara de la gente sus pequeños logros de tomates cargados de organofosforados sistémicos.

Esa Tierra con mayúsculas la van a apuntillar los que no la aprecian. Los que se han atado a ella como podrían haberse atado a una prostituta para pasar un buen rato, o los que, peor todavía, la han convertido en una prostituta no siéndolo.

La van a mancillar los que la maldicen y escupen mientras la labran, porque no ven en ella más que un puñado de cantos, un montón de cerros y chaparros que malvender al primer postor que aterrice con tal de salir de una miseria buscada, y con tal de que no sea conocido, que venga de fuera.

Gentes que no han sabido inculcar en sus propios hijos el amor a la Tierra que les vio nacer. No para evitar que se fueran, sino para evitar que al volver, lo hagan dañándola.

Esos, que antes rieron la ocurrencia de un hombre honesto (el abuelo de nuestro cazador, el hombre que ordeñaba los olivos como a sus ovejas porque vareándolos se dañaban) de no abusar de los herbicidas (siendo todos ellos agricultores), ahora ven cómo mueren grillos y calandrias, liebres y sisones por sus abusos; ven cómo hierbas ancestrales que se usaban para curar heridas ya no pueden crecer debajo de la gran encina, y cómo no recogen cardillos y collejas en los perdidos (porque se envenenan ellos mismos); ven cómo las aguas de manantial no pueden beberse sin caer enfermos, tal es el grado de ponzoña que han fumigado sobre su santa Tierra. Gentes egoístas (que lavan las cubas de herbicida en los navajos, acabando hasta con los juncos que mascaba el abuelo del cazador en las esperas), gentes cortas de miras que viven con total indiferencia el declive de su propio modo de vida, firmado bajo el yugo de la marca TOTAL. Gente con sus labios fruncidos por cuatro duros podridos que sólo les dan para seguir chapoteando en el barro de la miseria administrativa en el que ellos mismos se han encerrado. Encerrado por no exigir a tiempo que no vendieran su dignidad de agricultores a una mísera subvención, por no sacar los tractores a la calle a su hora y en su día, por haber rechazado una y otra vez la posibilidad de agruparse y hacerse fuertes (desconfiando de quien les aprecia y haciendo caso al extraño). Enterrados en el olvido agrario por su cortedad de miras, por volcarse en un negocio mantenido y atado en lugar de uno propio y libre, por dejar hacer y dar poderes a unos vendidos que no salieron en su defensa cuando hacía falta. Labios sellados para siempre en una mueca de miseria moral que los corrompe y los corroe cada día. Miseria moral que los hace rechazar de plano propuestas de desarrollo sostenibles y respetuosas, y abrir los brazos a otras, amigas del artificio, para acabar de destrozarlo ya todo, porque ya todo les da igual, ebrios del vino del dinero fácil y de la vergüenza de su propia indignidad.

Criados en la dureza de un terreno al que no aman y del cual se sienten esclavos y prisioneros, deciden vengarse ahora de la que les da de comer (su tierra) para acabar de sacar de ella hasta la última gota de su jugo, aún a costa de su pobre futuro, que han puesto en manos de cualquier extraño sin escrúpulos que ha llegado prometiendo lo insostenible, aprovechándose de su falta de capacidad de análisis, y al cual idolatran por novedoso y desconocido, acostumbrados ya por esta política de subvenciones a que otros les saquen las castañas del fuego en lugar de luchar por lo suyo propio.

Son marionetas manejadas por los que siempre han mandado sobre ellos, y condenadas a obedecer sin pensar, a medrar bajo manta antes que sobre ella, a poner el cazo aún a costa de su dignidad y de su propio futuro.

Desconfían del que vive con ellos, de nuestro amigo el sencillo cazador de a pie, porque imaginan que no puede ser que uno de ellos quiera salir de su rebaño de borregos que miran abajo, porque sería demasiado duro reconocer su propia verdad en la verdad del vecino, porque prefieren no saber que están enfermos de muerte, mientras se mueren. Niegan la mayor porque tienen miedo de salir del cardumen sin siquiera saber si hay tiburones en derredor.

Inventan patrañas para justificar su actitud mísera y corrupta, para no reconocer que su futuro es incierto, dado que no piensan luchar por nada, ni por él mismo.

Y llegó el listo de fuera, el que ha hecho eso ya muchas veces en otros lugares ahora secos y yermos, el que se pone a contar billetes en la casa del pobre, a sabiendas del magnetismo que provoca, salivando sus sucios trapicheos futuros.

Llegó el déspota que rumia en su egoísta mente “Les quitaré lo que tienen, porque yo lo quiero. Les robaré lo que ha llegado a ellos, porque no lo aprecian. Me saldrá barato, porque no me van a exigir pagarles el daño que hago. Me aprovecharé de su imbecilidad y seré dueño de sus necesidades, porque yo se las voy a crear nuevas”.

Y compró las pocas voluntades libres que había, pasando por encima del pobre cazador, que predicaba en un desierto de desconfianza. Lo compró todo como él bien sabe hacerlo: “...Un precinto de corzo a cambio de tu voto”. “...Haz lo que quieras, yo te dejaré”. “...No quiero guarda que vaya a cumplir la Ley”. “...Todos haremos lo que queramos”.

Y sigue rumiando el impostor:”...A cambio, yo me llevaré lo que no apreciáis, y no os pagaré el daño que os voy a dejar para siempre en esa tierra que maldecís.”

Y así, el cazador, pensaba que estamos en un mundo al revés en el que los que defienden el monte figuran como agresores, y a los agresores les llaman benefactores. Los que quieren lo mejor para el pueblo, son ahora proscritos, y los que quieren sacar el jugo a la Tierra, son acogedores padres que dan futuro y empleo.

De este modo, una vez más, el gigante de los pies de pienso ha dado un paso adelante, andando sobre la miseria de la gente y prorrogándola un poco más. La ameba de la basura de granja ha entrado un poco más en la sierra, fagocitándolo todo a su paso, haciendo nuevos esclavos de su inmundicia.

La perdiz brava y silvestre es la competencia de esta empresa: hay que destronarla, exiliarla, erradicarla. Y cuando ya no haya perdiz brava, toda la perdiz de granja será de verdad, pura y sin mácula, porque ya no habrá blanco con quien comparar su sucio gris. Y se perderá en la memoria de unos pocos nostálgicos (a los que llamarán, como ahora, locos ilusos) el hecho de que un día fuimos los únicos del mundo en tener una brava patirroja. Y la sucia prostituta sin anillar por la que pagan ahora 65 euros por pieza albinos con la cara colorada y pijos déspotas, será la nueva reina usurpadora, enlatada en fábricas de goma y pienso.

Piensa nuestro amigo el cazador que habremos entonces dilapidado una fortuna heredada, simplemente porque no nos la merecíamos. Por uñas, envidiosos y ñarras, por querer más de lo que se puede tener. Nuestras gentes de campo no la aprecian, porque ya no valen para medirse con su bravura, y la castigaron hasta su muerte por ser tan brava, y ellos tan cobardes. Piensa nuestro cazador que cada vuelo inalcanzable, cada galleo burlón de nuestras bravas les ha ido cavando su propia fosa, porque eran una sorna ante inválidos escopeteros con más ganas de tirar que de andar, con más ganas de zampar chuletas que de rasgarse los pantalones en jarales y perdidos.

No la valoraron, y la ameba del pienso la devoró. Como los devorará a ellos y a sus recuerdos cuando no sepan más que abrir cajas y fusilar gallinos, tal es el tristísimo futuro que les espera a tan infame casta de perdedores de pueblo.

Dejo a nuestro cazador las últimas palabras de esta historia:

Ignorantes: tenéis lo que os merecéis. Saboread el insulso galleo de vuestra nueva prostituta e intentad sentir algo en sus brazos, a ver si es posible que alguna vez en el resto de vuestras míseras vidas, podáis sentir lo que con un solo vuelo de una recia, brava e incomparable Reina de las patas rojas.

Iros a la mierda.


EPÍLOGO

Ahí le dejo, rumiando su fracaso momentáneo...sin duda encontrará su lugar en otro sitio, lejos de sus raíces, sí, pero al fin y al cabo unido a ellas por la interminable continuidad de las sierras y de las chaparras...Cada brava perdiz que salga en su nuevo lugar quizás se la imagine bajo sus estepas en la ladera que le gusta manear y, sin duda, mientras se encuentra de nuevo a sí mismo en cualquier lugar de nuestra castigada piel de toro, se sentirá de nuevo unido a sus ancestros con cada lance, y sentirá cazando, cosa que la gente a la que tendió la mano y se la rechazó no podrá hacer ya nunca, pues se han vendido al tiro a calzón quieto sin esfuerzo.

Nuestro exiliado seguirá buscándose y encontrándose, pues la pieza más difícil de cazar para un cazador es él mismo, es conocerse a sí mismo, porque cada paso que da en pos de la pieza es un paso hacia el interior de su propia persona.

Esa caza interior, que hoy día cada vez menos personas conocen, esa caza que surge del sentimiento y de escuchar el corazón de cada uno, es la que le reserva la vida a los verdaderos venadores; y entonces, sólo entonces, no importan lugares ni lances, porque el cazador se mueve en otro tiempo y otro lugar muy diferente...en el monte del sentimiento.

Buena suerte, cazador de a pie...cómo te envidian los que te excluyen...sigue así, sintiendo, porque a pesar de los reveses de la vida, cada día que tus botas hollen los tomillos del monte, será un día más de felicidad y un día más de recuerdos imborrables.

La senda que has escogido es la más difícil, pero es la única que sigue los pasos de los que fueron, hace muchos años ya, delante de ti. Siente sus cenizas guiando a tu corazón, pegadas a la miera de los enebros, forrándote las perneras con zahones de mil ládanos y sangres, haciendo palpitar tu corazón como la primera vez...

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